[He publicado esta entrada en el Blog de Inteligencia
Emocional de Eitb el 01.07.2019. Este Blog fue cerrado el 01/07/2024]
Luna
de miel es un concepto que al menos en el suroeste
europeo empieza a sonar trasnochado. Ni qué decir tiene que lo de contraer
matrimonio no es algo que preocupe a muchas parejas. Y ya, lo de que sea
eclesiástico…
A
expensas de que me tilden de idealista trasnochado, tras pasar por la vicaría,
mi compañera de vida sugirió la posibilidad de que disfrutáramos de nuestra
luna de miel en Filipinas. Cabe reseñar que su espíritu aventurero es
considerablemente inferior al mío, por no decir casi inexistente, y que lo de
pasar veintitrés horas entre aviones y aeropuertos – de ida y de vuelta -no es
algo que le atraiga particularmente. Su sugerencia era un acto de inmensa generosidad y amor hacia mí: desde mediados del
siglo XIX, en Filipinas se fueron hilando y tejiendo las vidas de mis abuelos,
mis padres, mis cuatro hermanas y mi hermano. La mía había comenzado en las
antípodas centroamericanas, en San José, Costa Rica, y nunca había estado en el
archipiélago del sureste asiático. De esa lista de migrantes y criollos quedamos tres: Carmen (80), Vicky (79)
y yo (58). Las mayores y el benjamín. Detrás de nosotros están nuestras hijas e
hijos y los de Miren, hermana que dejó este mundo en 2013. Esa fue la última
vez que nos habíamos visto los tres, cuando fuimos a despedirla. El total de
descendientes directos inmediatos de la siguiente generación de esta saga es
15. Aquí me detengo, porque la lista continúa…
Aunque
mucha gente veía nuestro viaje como una aventura
exótica, para mí - para los dos - era la previsión de una inmersión emocional en un pasado del
que conocía retazos de relatos e historias y en el que sentía que tenía que
entrar casi de puntillas. Al mismo tiempo, el presente de cada miembro de mi
familia era el que era. Y entrábamos de cabeza y a ciegas en él... también de
puntillas.
Nada
más llegar a Manila el calor, la
humedad y el olor de la exuberante vegetación que lo rodea todo, me
transportaron allí. Respiraba lenta y profundamente… No quería cerrar los ojos,
sino dejar que se movieran inquietos buscando imágenes, queriendo abarcar y
absorber cuanto estuviera a su alcance… Quería experimentar lo que todos ellos
y ellas sintieron en su piel, respiraron en sus pulmones, vieron con sus ojos.
Dedicamos
tres días a recorrer la ciudad y el sur de la isla. El quinto viajábamos a Cebú. Al día siguiente era el
cumpleaños de Vicky. Por las noticias que nos habían llegado, tras una sucesión
de ictus leves que limitaban un altísimo porcentaje de su movilidad y
comunicación, parecía que algún tipo de demencia también empezaba implacable a
hacerse presente. ¿Podría reconocernos?
Le
habían dicho que había una sorpresa para ella, pero no cuál. Estaban terminando
de arreglarla. Las enfermeras y sus dos nietos pequeños revoloteaban por la
habitación dificultándole la vista de lo que había al otro lado de la puerta
abierta… Al vernos entrar alguien le preguntó:
- Ula, ¿sabes quiénes son?
-
¡Claro! ¡Mi hermano Juan Carlos y mi hermana Arantza! – contestó casi
indignada…
Pasamos
juntos gran parte de la mañana cantando canciones de Los Panchos, Habaneras, alguna
bilbainada… Compartimos miradas sostenidas, cómplices, sin muchas palabras…
Cogidos de la mano. Besos, risas, caricias, alguna lágrima, abrazos…
Al
día siguiente, tras su fiesta de cumpleaños, al retirarse a descansar, nos
acercamos para despedirnos. Salíamos de madrugada.
- ¿Cuándo
vuelves? – preguntó.
-
¡Pronto…! – respondí.
-
¿Cuándo es pronto? – dijo.
-
¡Pronto! – repetí mientras cogía su mano…
Y
empezó a cantar alto y claro:
Siempre que te pregunto
Que cuándo, cómo y dónde
Tú siempre me respondes
Quizás, quizás, quizás.
Después,
juntos, entonamos My Way… La besamos
y le deseamos buenas noches.
Habíamos
previsto que Carmen, en ese momento en Davao,
se hubiera sumado a esta celebración. Sería la primera vez, y quizás última,
que los tres estuviéramos juntos en Filipinas. Por motivos de salud no podía
viajar, por lo que decidimos cambiar el itinerario previsto, retrasamos dos
días nuestra llegada a Negros y el séptimo día volamos a Mindanao.
Como
pasa en muchas familias, antes de que la salud de Vicky se deteriorara irreversiblemente,
habían dejado de hablarse. Carmen nos esperaba casi a pie de pista en el
pequeño aeropuerto de la capital de la isla. Fuimos los tres hasta un
apartamento que Antón - su hijo - tiene allí. Solamente estaríamos dos días que fueron más
hogareños que turísticos. ¿Y eso qué importaba? Íbamos para estar con ella.
Charlamos, vimos fotos, le contamos lo que vivimos en Cebú. Reímos, nos
abrazamos y besamos, oímos música, cocinamos, fuimos de compras… Sacamos fotos.
Nos
contó anécdotas de cuando ella y Miren
habían ido al internado a Madrid en los años 50. De cuando nuestra madre se fue
de Filipinas; de nuestro hermano Chito y de Vicky… Y de Mayita, la pequeña que
murió a consecuencia de una leucemia en 1956. Nos escuchamos y nos hablamos
desde el corazón, sin juicios ni reproches, sin opiniones, sin consejos…
A
sus ochenta años está estupenda. Incluso maneja con soltura su Mac y su móvil
(WhatsApp, Messenger, Facebook, Spotify…) además de múltiples gadgets… Está delicada del corazón y
tienen que operarla… Cuatro de sus hijos viven en los Estados Unidos. En cuanto
consiga arreglar los papeles del quinto se quiere ir para allá.
-
Por lo que me decís, Vicky ya no es la Vicky de siempre… Creo que debería ir a
verla… - reflexionó en voz alta mientras recogíamos los platos de la última
cena juntos...
- ¡Parece
mentira cómo os parecéis – y eso que solo sois hermanos por parte de madre -,
sin haber convivido nunca! – me decía Arantza mientras preparábamos el equipaje
para el día siguiente.
Más tarde hubo más episodios emocionantes en Silay, en la casa de mi abuelo y en Las
Ruinas, en Talisay. Pero durante todo el viaje pude sentir el latido del
corazón de nuestra madre que nos hacía querernos y reconocernos familia. Cómo
el círculo de la vida nos reunía en lo esencial, en el amor. Los tres la
habíamos perdido, en distintos momentos y por diferentes motivos, siendo
adolescentes. Ellas con 17 y 16, respectivamente. Yo tenía 15. Sin embargo nos
crió y educó la misma mujer que dejó su
profunda huella en los tres. Nos amó con la misma intensidad. Un amor que va
más allá del tiempo y el espacio… Un amor que no puede morir.
Gracias
a mi sobrino Antón, menor de los seis
hijos de Carmen, quien no solo organizó cada uno de nuestros movimientos
durante nuestra estancia, se adaptó a todos nuestros cambios y abrió las
puertas de su casa para nosotros, sino que hizo de magnífico cicerone en gran
parte de ellos. Gracias también a mi
sobrina Maite, hija única de Vicky,
que nos acogió en su casa, organizó la fiesta de cumpleaños de su madre y nos
acompañó en la rápida pero profunda visita a Cebú. A Dña. Ching Hizon Jalandoni, por abrirnos las puertas de la que fuera la casa de Alejandro
Ametxazurra, mi abuelo. Y a Helge Lockner, focolarino sueco en Tagaytay,
que nos acompañó cuando visitamos el Centro Mariápolis del Movimiento de los
Focolares.
Gracias Arantza
por hacerlo realidad…
Gracias ama…
Por
si alguien tiene interés en conocer más detalles de nuestro viaje, Arantza ha redactado
el Diario
de una experiencia directa al corazón (1 de2) y (2 de2).