Tuesday, April 07, 2009

17/07/2007

Estoy en Matosinhos, población vecina de Porto, con un colega de Leeds.
Acabado nuestro trabajo, tras unas horas de merecido descanso, hemos salido a pasear, a tomar unas cervezas y a cenar.
Caminamos por la Avenida da Republica hasta la playa. Desde ahí, bordeando la costa... Anduvimos durante casi dos horas bordeando la costa. Desde el paseo de madera que zigzageaba junto a las rocas, las olas amablemente rompían a una prudente distancia, permitiéndonos disfrutar del suave y embriagador olor del perfume marino que todas y cada una de ellas lleva muy dentro de sí.
Hicimos una parada técnica para disfrutar de las vistas en una pequeña cala, donde al son de baladas de Sinatra, Armstrong y Presley, el cielo azul, la suave brisa del mar, las rítmicas caricias de las olas y la amena conversación, disfrutamos de dos cervezas portuguesas.
Tras el tiempo que duró aquel descanso, no tengo ni idea de cuánto duró, decidimos retomar la marcha hacia la parte antigua de Porto, sin saber muy bien si estábamos cerca o lejos de ella...
Volvimos a tener que parar al cabo de un tiempo. Otra cerveza. Nos sentamos en una mesa fuera del bar, y en ese momento la naturaleza nos regaló algo inolvidable. Sobre la inmensidad del océano Atlántico que podía divisarse desde nuestra posición, el sol había iniciado su retirada diaria, avalanzándose rápidamente hacia el mar. El celeste cielo empezó a teñirse de rojo y las nubes del horizonte jugaron con el sol antes de que desapareciera henchido de carmín, espléndido, majestuoso, regalando sombras y figuras mágicas.. Sólo para quienes tuvieran el tiempo de detenerse a mirarlas... En esos momentos nos sentimos seres prvilegiados... No había cámaras ni videos para registrar el momento. Sólo sé que se ha grabado a fuego en mi mente y en mi corazón.
Tras este momento mágico, el hambre empezaba a recordarnos que ya era hora de cenar. Seguimos caminando (era inevitable seguir junto al mar) hasta que llegamos a un recodo de la desembocadura del Duero. Esa misteriosa zona donde el río y el mar se funden en una única realidad... Afortunadamente había allí un restaurante. Entramos sin siquiera mirar el nombre. Había un menú único: ensalada y entrecôte. El vino excelente, el servicio inmejorable, el entorno maravilloso. Para cerrar este círculo, el precio más que conveniente... Cuando trajeron la cuenta, la acompañaron con una tarjeta. Ahí pude leer el nombre: "La brasserie de l'entrecôte".
Después de cenar, volvimos al hotel. Yo me habría quedado por allí toda la noche (por cierto, llena de estrellas y con las aguas del mar en plena calma). Mañana todavía tenemos que trabajar...
Llegué a mi habitación y... pensé en escribirte...

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